18 de julho de 2007

Domingo 19 de mayo

La esperé en Mercedes y Río Branco. Llegó con sólo diez minutos de retraso. Su traje sastre de los domingos la mejora mucho, aunque es probable que yo estuviera es­pecialmente preparado para encontrarla mejor, siempre mejor. Hoy sí estaba nerviosa. El trajecito era un buen augurio (quería impresionar bien); los nervios, no. Pre­sentí que por debajo del colorete, sus mejillas y labios estaban pálidos. En el restorán eligió una mesa del fondo, casi escondida. "No quiere que la vean conmigo. Mal augurio", pensé. No bien se sentó abrió su cartera, sacó su espejito y se miró. "Vigila su aspecto. Buena señal." Esta vez hubo un cuarto de hora (mientras pedimos el fiambre, el vino, mientras pusimos manteca sobre el pan negro) en que el tema fueron generalidades. De pronto ella dijo: "Por favor, no me acribille con esas miradas de expectativa." "No tengo otras", contesté, como un idiota. "Usted quiere saber mi respuesta", agregó, "y mi respues­ta es otra pregunta". "Pregunte", dije. "¿Qué quiere decir eso de que usted está enamorado de mí?" Nunca se me había ocurrido que esa pregunta existiera, pero ahí esta­ba a mi alcance. "Por favor, Avellaneda, no me haga aparecer más ridículo aún. ¿Quiere que le especifique, como un adolescente, en qué consiste estar enamorado?" "No, de ningún modo". "¿Y entonces?" En realidad, yo me estaba haciendo el artista; en el fondo bien sabía qué era lo que ella estaba tratando de decirme. "Bueno", dijo, "usted no quiere parecer ridículo, pero en cambio no tiene inconveniente en que yo lo parezca. Usted sabe lo que quiero decirle. Estar enamorado puede significar, sobre todo en la jerga masculina, muchas cosas diferentes". "Tiene razón. Entonces póngale la mejor de esas muchas cosas. A eso me refería ayer, cuando se lo dije". No era un diálogo de amor, qué esperanza. El ritmo oral parecía corresponder a una conversación entre comerciantes, o entre profesores, o entre políticos, o entre cualesquiera poseedores de contención y equilibrio. "Fíjese", seguí, algo más animado, "está lo que se llama la realidad y está lo que se llama las apariencias". "Ajá", dijo ella, sin deci­dirse a parecer burlona. "Yo la quiero a usted en eso que se llama la realidad, pero los problemas aparecen cuando pienso en eso que se llama las apariencias". "¿Qué pro­blemas?", preguntó, esta vez creo que verdaderamente intrigada. "No me haga decir que yo podría ser su padre, o que usted tiene la edad de alguno de mis hijos. No me lo haga decir, porque ésa es la clave de todos los proble­mas y, además, porque entonces sí voy a sentirme un poco desgraciado". No contestó nada. Estuvo bien. Era lo menos riesgoso. "¿Comprende entonces?", pregunté, sin esperar respuesta. "Mi pretensión, aparte de la muy explicable de sentirme feliz o lo más aproximado a eso, es tratar de que usted también lo sea. Y eso es lo difícil. Usted tiene todas las condiciones para concurrir a mi felicidad, pero yo tengo muy pocas para concurrir a la suya. Y no crea que me estoy mandando la parte. En otra posición (quiero decir, más bien, en otras edades) lo más correcto sería que yo le ofreciese un noviazgo serio, muy serio, quizá demasiado serio, con una clara perspectiva de casamiento al alcance de la mano. Pero si yo ahora le ofreciese algo semejante, calculo que sería muy egoísta, porque sólo pensaría en mí, y lo que yo más quiero ahora no es pensar en mí sino pensar en usted. Yo no puedo olvidar - y usted tampoco - que dentro de diez años yo tendré sesenta. "Escasamente un viejo", podrá decir un optimista o un adulón, pero el adverbio importa muy poco. Quiero que quede a salvo mi honestidad al decirle que ni ahora ni dentro de unos meses, podré juntar fuer­zas como para hablar de matrimonio. Pero - siempre hay un pero - ¿de qué hablar entonces? Yo sé que, por más que usted entienda esto, es difícil, sin embargo, que ad­mita otro planteo. Porque es evidente que existe otro planteo. En ese otro planteo hay cabida para el amor, pero no la hay en cambio para el matrimonio". Levantó los ojos, pero no interrogaba. Es probable que sólo haya querido ver mi cara al decir eso. Pero, a esta altura, yo ya estaba decidido a no detenerme. "A ese otro planteo, la imaginación popular, que suele ser pobre en deno­minaciones, lo llama una Aventura o un Programa, y es bastante lógico que usted se asuste un poco. A decir ver­dad, yo también estoy asustado, nada más que porque tengo miedo de que usted crea que le estoy proponiendo una aventura. Tal vez no me apartaría ni un milímetro de mi centro de sinceridad, si le dijera que lo que estoy buscando denodadamente es un acuerdo, una especie de convenio entre mi amor y su libertad. Ya sé, ya sé. Usted está pensando que la realidad es precisamente la inversa; que lo que yo estoy buscando es justamente su amor y mi libertad. Tiene todo el derecho de pensarlo, pero reco­nozca que a mi vez tengo todo el derecho de jugármelo todo a una sola carta. Y esa sola carta es la confianza que usted pueda tener en mí". En ese momento estábamos a la espera del postre. El mozo trajo al fin los manjares del cielo y yo aproveché para pedirle la cuenta. Inmediata­mente después del último bocado, Avellaneda se limpió fuertemente la boca con una servilleta y me miró sonrien­do. La sonrisa le formaba una especie de rayitos junto a las comisuras de los labios. "Usted me gusta", dijo.


Trecho de "La tregua", de Mario Benedetti.

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